lunes, 25 de enero de 2016

Kilovatios benditos



La tarde estaba más nublada que de costumbre. No era rara la lluvia en el invierno de Santiago, pero este día era algo especial. No había parado de llover desde la noche anterior, y ya se hacía sentir la acumulación del agua por todas las calles principales de la ciudad.

Una vuelta por San Pablo en su lado norte, hizo que Roberto se salvara de la inundación mayor, localizada a unos escasos metros de distancia, entre la calle que utilizó para acortar camino y la avenida que sumergía a todos los automóviles transeúntes.

En medio de sus peripecias automovilísticas para librarse de los caminos inundados, sonó el celular de Roberto.

- ¿Aló, Judith? dime. - Respondió Roberto al saber por el nombre de la pantalla de la llamada entrante. -
- Hola mi amor, ¿En dónde te agarró la tranca de estas lluvias? – Le cuestionó Judith al otro lado de la línea.
- Alcancé a cruzar San Pablo, pero ando enredado tratando de decidir cuál ruta tomar para llegar a casa.
- ¡Que problema!, cuanto siento que hayas tenido que salir con este vendaval. Mira Roberto, aunque me imagino que estás complicado por lo de las lluvias, ¿Será que me puedes conseguir un poco de agua bendita antes de que te vengas para la casa? – Inquirió Judith con voz de niña consentida, para lograr su cometido.

Roberto trabajaba para una firma internacional con sede en Austin, Texas. Su jefe se encargaba de asegurarle que estaría montado en avión por los próximos doce meses. Su trabajo en la oficina era escaso, pues su experticia era en la calle, determinando la información que necesitaban las grandes multinacionales para asegurar el buen manejo del dinero por los cuerpos de cada directiva.

En esta oportunidad le había tocado viajar a Santiago de Chile, a determinar un presunto fraude en una de las empresas más importantes de comunicación del continente. Para economizarse la estadía, había decidido hacer uso de sus amistades locales y eligió quedarse, en esta oportunidad, en casa de Judith, una vieja amiga de la infancia.

Judith era madre soltera de dos hijos, ya entrados en sus años de adolescencia, pero a pesar de tener hijos grandes, ella continuaba teniendo ese aire juvenil que logra hacer voltear a cualquiera por las calles de la ciudad.

Exitosa y emprendedora, Judith se dedicaba a comercializar productos de la cesta básica a nivel nacional, y ya le daba para vivir en unas de las mejores zonas de la ciudad y tener a sus hijos en las mejores escuelas privadas.

Como mujer latinoamericana promedio, sus raíces y cultura la convertían en una católica seudo-devota, queriendo decir que sólo bajo extrema necesidad era cuando acudía a buscar ayuda en el plano espiritual.

En esta oportunidad se trataba de su pequeño perro Micah, un terrier de pelos agrisados brillantes. Se había enfermado hace unos días y su condición empeoraba. El veterinario no daba con la solución definitiva para sanarlo. Micah ya era uno más de la familia, hasta su propia habitación y cama tenía. Por esta razón fue que Judith tomó la decisión de acudir a sus recuerdos de la niñez, de donde sacó una posible solución para la sanación definitiva de su perro. Bañarlo con agua bendita.

Fue entonces, muy a pesar de las circunstancias de ese día lluvioso, cuando Judith determinó marcarle a su inquilino de paso y pedirle que le trajese una botellita de ese líquido milagroso, que de seguro solventaría todas las dolencias de su amado canino.

Con lo que no contaba Judith era con el agnosticismo de su amigo Roberto, quien al escuchar con asombro aquella solicitud, pensó en lo ridículo de la situación y en su negativa a exponer su tiempo y vehículo prestado a la furia de la naturaleza galopante.

Tras pensar en un rato en iglesias próximas a su ubicación geográfica, decidió bajarse en el establecimiento comercial más cercano, alejado de toda agua empozada.

Buscó minuciosamente el contenedor de agua lo más mineral posible y la compró. Sentado frente al volante del auto que conducía, pensó en las diferentes alternativas que tenía para ese momento tan cochambroso.

Como desconocía por completo los rituales y formalidades de la supuesta bendición del líquido preciado, tuvo que recurrir a un viejo amigo obispo de la ciudad para que le ayudase con esos menesteres.

- Mi entrañable Obispo Jacinto, ¿Cómo le va? – Preguntó con jocosidad Roberto al escuchar el saludo al otro lado del auricular.
- De seguro que hoy resuenan las campanas de la catedral al hacerse el milagro de tu aparición. – Comentó el Obispo al otro lado, sin dejar de sonreírse al saber quién le hablaba.
- Oye Jacinto, te llamo porque tengo una diatriba muy interesante y no sé cómo resolverla.
- A ver hijo mío, cuéntame tus penas y pecados.
- Bien sabes que yo no ando con esas mariconadas, lo que me pasa es que…y le narró toda la historia acerca de la solicitud de su amiga Judith.
- Ya entiendo lo que te pasa, pero las normas de la iglesia exigen que debe haber presencia corporal para que haya una verdadera bendición, así que si no vienes hasta acá con el agua me temo que no podré ayudarte en tu situación.
- He ahí el detalle mi querido Jacinto, con este chaparrón en acción no pienso desviarme de mi destino, así que te pido que lo hagas por el teléfono
A lo que Jacinto le respondió: - ¡Tú y tus vainas Roberto! No puedo hacerlo porque no llega la bendición por esta vía, eso no funciona de esa manera.
- ¡Aja Jacinto! pero eso puede funcionar como una radio, me imagino. Cuántos kilovatios de potencia necesitas tú para mandarme la bendición por teléfono para que le llegue a mi agua.
- Al otro lado de la línea Jacinto reía a carcajadas por las ocurrencias de Roberto.
- Bueno mi cura, ya veo que no me vas a poder ayudar en esta, así que ya veré cómo le hago para llevársela bendita. Cortó la comunicación sin despedirse.

Al otro lado del auricular, el padre Jacinto aun sonreía y con su mano derecha hacia la señal de la cruz bendiciendo a su interlocutor, a sabiendas que su alma ya estaba perdida desde hace mucho tiempo y oraba por el milagro de su pronta conversión a la fe.

Mientras Roberto conducía de vuelta a su destino final de ese húmedo día, pensó sobre la potencia de las bendiciones a distancias, tratando de estimar la del Papa de turno, y terminó por decidir tomar la solución en sus propias manos.

Ya estacionado en el garaje de la casa de Judith, muy formalmente tomó con su mano izquierda el envase plástico con agua mineral, y con la derecha hacia la señal de la cruz en dirección de la botella mientras pronunciaba solemnemente: “En nombre del Dios universal yo te declaro bendita”, la abrió, tomó un sorbo en forma de aprobación al nuevo sabor bendecido, y la volvió a cerrar.

Una vez frente a Judith, luego del saludo de rigor, le entregó el envase con el contenido bendito por las santas manos del emisario en cuestión, y Judith, acostumbrada a comprar el agua en las iglesias y conociendo los recipientes respectivos, le preguntó:
-           ¿Qué es esto Roberto? - Inquirió Judith, consternada. -
-           Lo que me pediste, ¿Qué más va ser? Tu agua bendita,
-           Por favor Roberto, ¿Me vas a decir que esta vaina la compraste en una iglesia?
-           Te lo juro por lo más sagrado que esa agua está bendita.
-           No te lo creo.
-           Bueno, entonces vas a tener que aprender a confiar en mí.
-           Eso suena a tarea difícil de ejecutar, bien conoces tus antecedentes Roberto.

Se sonrió de manera pícara y se fue caminando pausadamente hasta su habitación.

Al día siguiente Judith lo recibió con un beso amoroso al desayuno, dejándole saber que el perro se había sanado por completo, y le pidió disculpas por su falta de fe en él.

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