lunes, 15 de febrero de 2016

Dime, que hago?



Creo que es parte de mi personalidad y de mi ser traer temas y posiciones contradictorias y polémicas, pero es esa sensación o necesidad de querer solventar las diferencias mundanas.

En mi parte como psicoterapeuta encuentro una dicotomía formidable entre lo que se ha estudiado hasta ahora de la mente y lo que dicen las religiones al respecto. Hay dos temas tabús imperdibles a discutir: el sexo y el dinero. Existen gustos sexuales dentro y fuera de las conocidas parafilias que le pudieran dar sazón a la vida sexual de una persona (todo dentro de la legalidad de cada sistema por supuesto). Pero los dogmas y la iglesia atacan esos gustos, en muchas ocasiones llamándolos perversiones o desviaciones, dependiendo cual sea el caso.

El caso es si una persona le puede dar rienda suelta a su imaginación o fantasía sexual con la finalidad de poder exteriorizar y diría que hasta sanar carencias, necesidades y heridas internas, terapéuticamente hablando, estaría bien recomendar soltar las inhibiciones y darse permiso de sentir y actuar, sin perjudicar a nadie ni a sí mismo.

Pero pasando ahora el plano espiritual, por lo menos mi religión, la cristiana, pondera este asunto de manera muy diferente y hasta tajante. Como lo llama el problema del pecado de la carne, hasta el punto que manda a mutilarse la parte del cuerpo que la haga pecar, y si al caso vamos, es preferible que la persona muera (literalmente) antes de que se “pierda” en los terrenos de los deseos carnales y la lujuria.

Ahora mi diatriba acá es la siguiente: ¿Qué se supone que uno debe manejar en la sesión de psicoterapia con un cliente con esos gustos o preferencias? ¿Le debe sugerir probar sus inhibiciones de manera sana o, por el contrario, que se abstenga de hacer todo eso en detrimento de su salvación? 

La respuesta contundente de nosotros los consejeros cristianos es que se debe seguir y obedecer las leyes de Dios hasta el final y con todas sus consecuencias, sin importar las respuestas actuales y materiales de este tipo de recomendaciones, hasta el punto que hay clientes que pueden correr el riesgo de quitarse la vida por dichas carencias o “imposibilidades”.

Y ahora pregunto: ¿y qué pasa cuando la persona en cuestión ya no es un cliente si no un ser querido? He aquí unas de las posiciones más difíciles que he tenido que tomar en mi vida. Entre la vida material de un ser humano al cual amo, o seguir mis creencias religiosas y espirituales, que ya son parte firme e mis convicciones como ser humano.

Y separo las interrogantes por el simple hecho de con un cliente, en teoría, se puede ser más objetivo y cauteloso y manejar los lineamientos más idóneos y convenientes para cada caso. Pero en el caso de vivir eso en la familia es otra historia, la objetividad desaparece y se empaña con un color oscuro de zozobra, inquietud y malestar.

Y como casi todo en la vida del cristiano, todo comienza y termina de rodillas, orando al Creador, a que guie nuestros pasos, pensamientos y palabras para hacer su voluntad por delante de la nuestra, sabiendo que siempre la sabiduría infinita de Dios va por delante y siempre sucede lo mejor cuando oramos: “Señor, hágase tu voluntad.”

Les comparto que a lo largo de mi vida he tenido la dicha y el honor de compartir con muy buenos amigos homosexuales, a los cuales les tengo alta estima y me han enseñado a comprender más su visión. Pronto estaré trayendo al mundo, dando a luz, un hijo de esas experiencias desde un contexto psicológico y espiritual. Comparto lo que he aprendido y meditado hasta ahora de la homosexualidad y lo comparto con todas aquellas personas que tengan amistades, familiares o lo vivan en carne propia. La intención es poder traer a la mesa un tema de discusión poco común y un punto de vista locuaz y certero sobre cómo abordar la sexualidad desde el ámbito espiritual y psicológico, sin morir en el intento. Espero lo disfruten.

Juan Ricardo Díaz

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